jueves, 21 de julio de 2016

DIVERTIRSE HASTA LA MUERTE: LA TELEVISIÓN, NEIL POSTMAN Y EL HIPERCONSUMISMO

Nos habíamos preocupado por la utopía de Orwell en 1984, pero en rigor se cumplió la de Huxley en Brave new world. El temor hoy a un Estado Todopoderoso que nos impide formarnos e informarnos sólo lo tienen los conspiranoicos, los mentalmente perezosos o los idiotas políticos. 

Hoy es la cultura hiperconsumista la que nos forma para que formarnos e informarnos nos importe un carajo. La censura opera por exceso de pelotudez, y no tanto de modo "orwelliano". Algo de eso argumentaba el sociólogo Neil Postman en el prefacio de Amusing Ourselves to Death. Public Discourse in the Age of Show Business (New York, 1985):

“Estábamos pendientes del año 1984. Cuando el mismo llegó sin que se cumpliera la profecía, los estadounidenses reflexivos entonaron su propia alabanza en voz baja. Se habían mantenido firmes las raíces de la democracia liberal. Dondequiera el terror hubiera cundido, nosotros, al menos, no habíamos sido visitados por pesadillas orwellianas. Pero habíamos olvidado que al lado de la pesimista visión de Orwell había otra, un poco anterior y menos conocida, pero igualmente escalofriante: Un  mundo  feliz,  de Aldous Huxley. Contrariamente a la creencia prevaleciente entre la gente culta, Huxley y Orwell no profetizaron la misma cosa. Orwell advierte que seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente. Pero en la visión de Huxley no se requiere un Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, de su madurez y de su historia. Según él lo percibió, la gente llegará a amar su opresión y a adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar. Lo que Orwell temía eran aquellos que pudieran prohibir libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón alguna para prohibirlos, debido a que nadie tuviera interés en leerlos. Orwell temía a los que pudieran privarnos de información. Huxley, en cambio, temía a los que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y el egoísmo. Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que la verdad fuera anegada por un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por algunos equivalentes de sensaciones varias. Como Huxley destacó en su libro Nueva visita a un mundo feliz, los libertarios civiles y racionalistas, siempre alertas para combatir la tiranía, «fracasaron en cuanto a tomar en cuenta el inmensurable apetito por distracciones experimentado por los humanos». En  1984,  agregó Huxley, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en  Un mundo feliz  es controlada infligiéndole placer. Resumiendo, Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara”.

En cierto modo, Las Vegas es una suerte de metáfora de la cultura del entretenimiento a nivel mundial:


“Las Vegas es una ciudad dedicada totalmente a la idea del entretenimiento, y como tal proclama el espíritu de una cultura en la que el discurso público toma, cada vez más, la forma de espectáculo. En general, la política, la religión, las noticias, los deportes, la educación y el comercio se han transformado en accesorios simpáticos del mundo del espectáculo, sin que haya habido protestas o la gente haya sido consciente de ello. El resultado es que somos un pueblo al borde de divertirnos hasta la muerte”.


Es muy difícil hacer filosofía política en televisión, porque en gran medida la forma conspira contra el contenido. La fama relativa de un personaje tan vacío de contenido como el Rabino Bergman, que se presenta a sí mismo como un líder espiritual y moral y hasta logrando que más de un bobo lo tome en serio, por ejemplo, sería casi imposible sin la existencia de la televisión. Ninguna persona que haya tenido una formación política sólida podrá tomarse en serio a semejante fantoche.


Creo que el arte auténtico no se dirige principalmente a sacarte la guita, aunque pueda hacerlo y aunque sepamos que su disfrute se inscribe dentro de la lógica capitalista, sino que te impulsa a esforzarte para acceder a su disfrute, del mismo modo que el placer más vivificante suele ser consecuencia de algo de sudor e incomodidad. 


Yo no creo que los seres humanos sean naturalmente estúpidos, aunque algunos hayamos nacido con esa tendencia, sino que la televisión y la cultura comercial, como bien decía David Foster Wallace, nos han enseñado a ser una especie de vagos e infantiles en lo que respecta a nuestras expectativas.



Como no leí a fondo el libro de Postman, me gustaría citar in extenso un artículo escrito por un ex profesor mío que yo aprecio mucho, Alejandro Kaufman:




En la TV, la necedad es inevitable y obligatoria, algo hasta aceptable en un mundo con muchas otras cosas por las que preocuparse. Distinto es cuando la estupidez se extralimita de ciertos segmentos, como los que organizan diversos menesteres en lugares y tiempos específicos de la vida social y urbana. Adultos, conocemos de su existencia, los frecuentemos o ignoremos. El pluralismo contemporáneo “normal” define una mezcla regulada de lo diverso, lo alto y lo bajo, lo cómico y lo serio.

En los tiempos de crimen y censura de la dictadura, la estupidez (bajo alegato de entretenimiento, adhesión de las audiencias y ethos televisivo) se instaló como práctica generalizada y transversal de nuestra industria del espectáculo. Desde entonces transcurrieron tanto el menemismo como algunos aspectos de la expansión tecnológica que, cada uno a su manera y en forma combinada, desenvolvieron una necedad matricial que devino hegemónica. No es asunto de “nivel”, ni de “calidad”, ni de “chabacanería”, señalados erróneamente por algunos críticos que ponen el acento en los giros retóricos y estilísticos considerados en sus facetas jerárquicas. El mismo gesto que frente a un niño puede ser un juego infantil y frente a un adulto un acto cómico, puede tornarse estúpido y abusivo en un contexto narcótico o negligente. Años de injusticia extrema, horror y mentira han entronizado la confusión de géneros, la aplicación de falsas comicidades, la distorsión del sentido y la disolución de parámetros colectivos de evaluación de los sucesos. Máscaras que encubrieron prácticas políticas y sociales inconfesables, desde la perpetración de crímenes de lesa humanidad hasta el desguace del Estado y la cancelación social de millones de personas. Todo ello se pudo hacer también –entre otras variables– por la instauración de un estado confusional colectivo.

Algunos disidentes emplearon los métodos vigentes para abrir puntos de fuga contrahegemónicos, aunque al no considerar los nervios decisivos de las matrices imperantes dejaron intactos los mecanismos perversos fundamentales, consistentes en las estructuras narcóticas a las que se nos ha acostumbrado como sociedad.

La recuperación de una “normalidad” convivencial, aunque no depare la emancipación ni la fraternidad universal, es un valor insustituible para retornar del horror y la injusticia extremos: demanda una recuperación relativa de algunas distinciones, segmentaciones y diferenciaciones entre política y entretenimiento, seriedad y comicidad, gravedad y ligereza. Aun cuando el ethos televisivo considerado como un todo responde al modelo del cambalache, la medida y los límites en que ello ocurra están muy lejos de donde hemos llegado en estas últimas décadas, tanto si comparamos el presente con el pasado como si –sobre todo– comparamos nuestra TV con la de otros países, algo para lo cual incluso es útil lo que vemos en nuestras propias emisiones de cable. Los niveles de brutalidad, estupidez y crueldad de nuestra TV son culminantes.

Es por todo ello que necesitamos discutir los formatos y las retóricas de los programas televisivos de archivo, porque contienen el legado de nuestras peores épocas. El problema no es la existencia de esos programas, que podría estar limitada por las codificaciones habituales, sino el papel que desempeñan, debido no sólo a sus protagonistas y productores, sino al embotamiento instaurado en las audiencias. El público es un recurso de la industria cultural y necesita cuidados, como los requiere la tierra cuando es cultivada, en lugar de despilfarrarla en pro de la máxima ganancia en el menor tiempo posible. Nuestras audiencias han sido dilapidadas de manera semejante. La fiesta del Bicentenario, en contraste, deja un saldo ejemplar. Sus programadores tuvieron la audacia de desobedecer a los andariveles hegemónicos. Mostraron un camino diferente: se puede ofrecer a las audiencias lo mejor y no lo peor, significados dotados de complejidad y no de estupidez, imágenes pertenecientes a géneros distintos, no confusos".

Hoy estoy medio triste, pero hace mucho que no escribía y ando con ganas de escribir más seguido.

4 comentarios:

  1. Menos mal que usté no anda cazando pokemones y se manda estas entradas de rechupete.
    Siento el mismo miedo que Huxley; y muy buena exposición la de Kaufman, nada mejor como la sobredosis de circo negro para sublimar y encender el amor al dolor y el servilismo.

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  2. Este texto es una mina de oro para la "caja de herramientas conceptuales" que vamos armando para la lucha, despareja pero fundamental, contra la extraordinaria chatura intelectual del "globodulismo".Muchas gracias!!!

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